viernes, 11 de enero de 2019

El que piensa, pierde.

La diabetes es una enfermedad de la abundancia. Lo haya dicho Cristina o Magoya.
Ahí esta google para buscar las investigaciones en países árabes, en las islas del pacifico cuando llego el turismo, en los países desarrollados a medida que tienen mas acceso a comida barata.
No puede ser que cualquier idea que no cuadre en el sentido común sea descartada ipso facto.


Obesidad y diabetes, una plaga lenta pero devastadora: discurso inaugural de la Directora General en la 47ª reunión de la Academia Nacional de Medicina Dra. Margaret Chan Directora General de la Organización Mundial de la Salud Washington D.C. (EE.UU.)
17 de octubre de 2016
"Miembros de la Academia Nacional de Medicina, distinguidos invitados de la Academia, señoras y señores: Existen en el mundo unos 800 millones de personas que padecen hambre crónica, pero al mismo tiempo hay países en los que más del 70% de la población adulta está aquejada de obesidad o sobrepeso.
Hasta finales del siglo XX, los problemas alimentarios de los países en desarrollo tenían que ver eminentemente con las consecuencias de la desnutrición en la salud, en especial el retraso de crecimiento en los niños y la anemia en las mujeres en edad de procrear.
Pero todo eso ha cambiado por completo. En tan solo unas décadas, el mundo ha pasado de un perfil nutricional en el que la prevalencia de la insuficiencia ponderal superaba en más del doble a la de la obesidad, a la situación actual, en la que hay en el mundo más personas obesas que personas con insuficiencia ponderal.
La obesidad y el sobrepeso, antes considerados característicos de las sociedades opulentas, están aumentando ahora en los países de ingresos bajos y medianos, sobre todo en las zonas urbanas, donde ese incremento es especialmente acusado.
Según estimaciones de la OMS, desde 1980 la prevalencia mundial de la obesidad ha aumentado en más del doble, registrando incrementos importantes en todas las regiones. En el África subsahariana, el número de niños con sobrepeso aumentó entre 1990 y 2012 de 4 millones a 10 millones. Aunque la obesidad está aumentando en todas partes, su epidemiología varía en función de la duración de la epidemia.
En América del Norte y Europa, la prevalencia de la obesidad alcanza sus tasas más altas en los grupos con menos ingresos, a menudo concentrados en zonas urbanas que son auténticos «desiertos alimentarios» y donde abundan los establecimientos de comida rápida. En cambio, en los países donde la epidemia de la obesidad es un fenómeno más reciente, como la región de Asia y el Pacífico, este problema se observa primeramente en la población urbana de ingresos altos, aunque luego pasa a afectar también a las zonas rurales empobrecidas y las barriadas de las ciudades.
Esta evolución hacia una obesidad que afecta a la totalidad de la población se está produciendo a una velocidad aterradora. En México D.F., por ejemplo, la obesidad en la población urbana adulta ha pasado del 16% en el año 2000 al 26% en 2012. Para entonces, la población urbana infantil de entre 5 y 11 años con obesidad o sobrepeso alcanzaba ya el 35%. En cuanto al país en su conjunto, se estima que en la actualidad siete de cada diez mexicanos tienen sobrepeso y que una tercera parte de los afectados se pueden considerar médicamente obesos. En la India, la prevalencia del sobrepeso, que a comienzos de este siglo se situaba en un 9,7%, se estimaba en una serie de estudios realizados después de 2010 en cerca del 20%. En cuanto a los niños y adolescentes, estos estudios apuntan a un rápido incremento de la obesidad y el sobrepeso, y ello no solo en los grupos de ingresos altos, sino también en los pobres de las zonas rurales, donde la desnutrición y la insuficiencia ponderal siguen siendo importantes problemas de salud. Muchos otros países en rápido desarrollo muestran una evolución similar. La obesidad y la desnutrición pueden darse simultáneamente en un mismo país, en una misma comunidad e incluso en un mismo hogar. En China, con la llegada de un nuevo periodo de abundancia tras décadas de escasez de alimentos, la prevalencia combinada de la obesidad y el sobrepeso se duplicó con creces durante las últimas décadas del siglo XX: en menos de una generación, se pasó de la hambruna a la sobreabundancia. Según estimaciones del Ministerio de Salud de China, en 2012 la obesidad afectaba ya a nada menos que 300 millones, de una población total de 1200 millones. China, la segunda mayor economía del mundo, compite ahora con los Estados Unidos por el puesto de nación con el mayor número de habitantes con sobrepeso. A principios de año, la revista The Lancet publicó un análisis combinado de las tendencias en el índice de masa corporal (IMC) de la población adulta de 200 países entre 1975 y 2014. Según ese estudio, había en 1974 en el mundo un total estimado de 105 millones de adultos obesos. Para 2014, ese número se había disparado a 640 millones, una cifra más de seis veces mayor. Estamos hablando de más de medio millardo de personas. La conclusión general de este análisis es realmente preocupante. De mantenerse las tendencias imperantes desde 2000, las probabilidades de cumplir con el objetivo mundial fijado por los Estados Miembros de la OMS en relación con la obesidad son «prácticamente nulas». El objetivo en sí es relativamente modesto: de aquí a 2025, contener el aumento de la prevalencia de la obesidad y mantenerla en el nivel de 2010. Es decir que básicamente se trata de evitar que una situación preocupante empeore. Y estamos hablando de una situación realmente preocupante, un desastre que avanza lento pero implacable. El hecho de que los incrementos del peso corporal afecten al conjunto de la población es una señal de advertencia de que nos esperan graves peligros. Por lento que sea el proceso, tarde o temprano nos encontraremos con una oleada de enfermedades crónicas relacionadas con el modo de vida. Las enfermedades cardiovasculares son ahora la principal causa de defunción a nivel mundial. En el mundo en desarrollo, los infartos de miocardio suelen matar de manera abrupta, sin imponer una carga prolongada al sistema de salud. En cuanto al cáncer, que en muchas culturas representa el más devastador de los diagnósticos, en el 70% de los casos registrados en entornos de escasos recursos, se detecta tan tarde que la única opción terapéutica es el alivio del dolor. Ni radioterapia. Ni quimioterapia. Ni cirugía. Ni tratamientos avanzados que cuestan sobre U$150 000 por paciente y año. La obesidad incrementa el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares y también algunos tipos de cáncer. Pero la afección en la que la obesidad como factor de riesgo independiente tiene mayor repercusión es la diabetes. Por otra parte, esta enfermedad con sus costosas complicaciones, como la ceguera, la amputación de miembros y la necesidad de diálisis, puede imponer a los presupuestos de salud y a las finanzas familiares una carga extraordinaria a largo plazo. En las zonas rurales de algunos países de Asia y el Pacífico, los cuidados de una persona diabética pueden requerir más de una tercera parte de los ingresos totales del hogar. En muchos países, los costos asociados a los servicios de cuidado de la diabetes llegan a absorber el 20% de todo el presupuesto de salud. Según estimaciones de la Federación Internacional de la Diabetes, el costo mundial de la asistencia diabética ascendió en 2015 a al menos U$673 millones. Permítanme hacer, con estas tendencias en mente, dos observaciones. En primer lugar, pese a los múltiples esfuerzos desplegados en muchos frentes, ningún país del mundo ha logrado invertir la epidemia de obesidad en todos los grupos de edad de su población. En segundo lugar, estas tendencias exigen una reflexión sobre qué debemos entender realmente como progreso en el siglo XXI. El crecimiento económico y la modernización, tradicionalmente asociados a una mejora de los resultados sanitarios, en realidad están abriendo las puertas para la comercialización globalizada de alimentos y bebidas poco saludables e impulsando la sustitución de unos estilos de vida activos por otros más sedentarios. Por primera vez en la historia, el rápido crecimiento de la prosperidad está haciendo enfermar a muchas personas recién salidas de la pobreza. Esto está ocurriendo en países con pocos recursos y con sistemas de salud que carecen de la oportuna capacidad de respuesta. De continuar las tendencias actuales, puede darse el caso de que una costosa enfermedad como la diabetes acabe anulando los beneficios del desarrollo económico. Señoras y señores: La diabetes es una de las mayores crisis de salud mundial que afronta el siglo XXI. La OMS estima que el número de adultos con diabetes casi se ha cuadruplicado desde 1980, pasando de 108 millones en ese año a 422 millones en 2014. Más de la mitad de esas personas no son conscientes de su condición de enfermos, y el número de afectados que no reciben ningún tipo de tratamiento es incluso mayor. La prevalencia mundial de diabetes en la población adulta también ha aumentado, pasando de un 4,7% en 1980 a casi el doble, un 8,5%, en 2014. La diabetes, que ha dejado de ser una enfermedad asociada a la opulencia, está aumentando prácticamente en todas partes. Al igual que la obesidad poblacional —su predecesora—, la diabetes está aumentando de manera más acentuada en las ciudades de países de ingresos bajos y medianos. La mayoría de los afectados sufren diabetes de tipo 2, que antes también se conocía como diabetes de inicio en la edad adulta, término este que ha quedado obsoleto en vista de que ahora son muchos los adolescentes y niños que también la padecen. La diabetes causa cada año alrededor de 1,5 millones de muertes. A esto hay que añadir otros 2,2 millones de defunciones anuales asociadas a la hiperglucemia, lo que supone un total anual de 3,7 millones de muertes relacionadas con la persistencia de altos niveles de glucosa en sangre. El 43% de esas muertes se producen prematuramente, antes de los 70 años. La región de Asia y el Pacífico es generalmente considerada el epicentro de la crisis de la diabetes. En los países que la conforman, las personas suelen desarrollar la enfermedad a edades más tempranas, enfermar más gravemente y morir antes que los diabéticos que viven países más ricos. Algunos investigadores están tratando de averiguar si puede existir alguna predisposición genética. Otros están buscando factores medioambientales susceptibles de incrementar un posible riesgo genético o que operen por su cuenta, para explicar este singular patrón epidemiológico. Hay cada vez más pruebas de que los organismos programados para sobrevivir durante la gestación y la primera infancia con un bajo consumo de energía presentan problemas de metabolismo cuando tienen que hacer frente a un aumento de la ingesta calórica, por limitado que sea. En opinión de algunos investigadores esa puede ser una de las razones por las que los habitantes de la India y China desarrollan diabetes alrededor de un decenio antes que las personas de origen europeo, bastando en el caso de los primeros un pequeño aumento de peso para que eso ocurra. En algunos de los países más poblados de Asia, hay toda una generación de personas que crecieron castigadas por la pobreza rural —con muy poco que llevarse a la boca y con trabajos que conllevaban arduas tareas manuales— y que ahora se alojan en bloques de apartamentos, tienen trabajos sedentarios, poseen vehículos baratos y viven inmersas en entornos alimentarios caracterizados por la abundancia de comida barata y de fácil preparación. Debido en parte a estos cambios, millones de personas rescatadas de la pobreza para pasar a engrosar una clase media en plena expansión tienen que hacer frente ahora al sufrimiento asociado a la diabetes y a todas las costosas complicaciones propias de esta enfermedad. Según datos estadísticos publicados por la Federación Internacional de la Diabetes para 2015, la morbilidad por diabetes ronda en la India los 70 millones de adultos; se estima que tan solo el pasado año, esta enfermedad se cobró la vida de un millón de personas. Considerando que la prevalencia de sobrepeso se acerca ya al 20%, es evidente que la situación está abocada a empeorar. Las noticias más alarmantes proceden de China. En 2013 la Asociación Médica de los Estados Unidos publicó en su revista un informe elaborado por investigadores chinos sobre la prevalencia y el control de la diabetes en su país. Sobre la base de los resultados de una encuesta nacional de amplio alcance, los autores estimaron que en China hay más de 114 millones de adultos diabéticos, lo que supone una prevalencia en la población china adulta de casi un 12%. Menos de un tercio de los encuestados eran conscientes de padecer esta afección y solo una cuarta parte confirmó recibir el pertinente tratamiento. Probablemente la conclusión más impactante del estudio es que, según sus estimaciones, cerca de la mitad de toda la población adulta de China tiene prediabetes, lo que supone otros 493 millones adicionales de personas en riesgo de padecer esta debilitante enfermedad, con todas sus costosas complicaciones. Imagínense lo que esto significa para la segunda economía más importante del planeta. Los autores del estudio sugieren que parte de la explicación puede residir en los rápidos cambios de modo de vida, propiciados por la modernización y el aumento de los ingresos, en particular el abandono paulatino de la saludable dieta tradicional por una alimentación cada vez más occidentalizada. La amplia cobertura mediática otorgada a este alarmante informe llevó a un periódico chino a publicar una viñeta en la que aparecen un médico y su paciente. «¿Hay alguna cura para la diabetes?», pregunta el paciente ansioso. «Sí», contesta el médico. «La pobreza». Señoras y señores: La diabetes puede tratarse con eficacia, sobre todo si se detecta en una fase temprana. La OMS ha publicado una serie de directrices internacionales al efecto y ha incluido la insulina y diversos hipoglucemiantes en su Lista modelo de medicamentos esenciales. Mejor aún: la diabetes puede prevenirse, idealmente a través de intervenciones que abarquen al conjunto de la población. Modificar el entorno dentro del cual la gente hace sus elecciones de estilo de vida requiere por parte de los gobiernos una persistencia, una voluntad y un compromiso extraordinarios. La serie de publicaciones de The Lancet de 2015 dedicadas al tema de la obesidad, señala con el dedo a la industria alimentaria internacional como principal impulsora de esta epidemia mundial. Estamos presenciando asimismo la aparición de entornos obesógenos, promovidos por toda una serie de políticas comerciales internacionales, subvenciones agrícolas, estrategias publicitarias agresivas —dirigidas también a los niños—, grupos de presión políticamente poderosos e inversiones destinadas a distorsionar la evidencia científica. Hemos tenido prueba de ello muy recientemente en un informe que describe cómo la industria azucarera, allá por los años sesenta, «endulzaba artificialmente» los trabajos de varios expertos en nutrición de una prestigiosa universidad para minimizar la importancia del azúcar en esta esfera. En la segunda mitad del pasado siglo, la industria alimentaria mundial empezó a centrar sus esfuerzos casi exclusivamente en aumentar la producción y reducir los costos. La producción de alimentos se industrializó. Se desarrollaron técnicas para cultivar hortalizas sin suelo. Se promovieron sistemas de producción animal intensiva para atender la creciente demanda de productos lácteos y cárnicos de bajo costo. En el informe publicado en 2005 por la Comisión Pew sobre Producción de Carne en Granjas Industriales (titulado "Putting meat on the table", se describían las nefastas consecuencias de las explotaciones ganaderas industriales para el medio ambiente, la salud humana, el bienestar animal y, en general, para las zonas rurales de los Estados Unidos. Las conclusiones del informe generalmente son consideradas como la explicación más profunda de los motivos por los que la producción cárnica industrial es peligrosamente insalubre e insostenible. Desafortunadamente, muchos países de ingresos medianos con una pujante clase media, como el Brasil, China o la India, han adoptado modelos norteamericanos y europeos de ganadería industrial para satisfacer la creciente demanda de consumo de carne, que suele acompañar los periodos de nueva prosperidad. Así por ejemplo, China cuenta ahora con megagranjas capaces de producir más de un millón de cerdos al año. Aunque la consolidación de la producción cárnica sin duda permite mejorar la seguridad alimentaria, lo cierto es que es ambientalmente insostenible. Por otro lado, este fenómeno coincide en un momento en que la OMS y otros organismos de salud pública están aconsejando a las poblaciones que reduzcan el consumo de carne como estrategia para la prevención de diversas enfermedades no transmisibles. En vista de todo ello, cabe afirmar que buena parte de la producción alimentaria se ha alejado de su objetivo primario que era proporcionar los nutrientes necesarios para la vida y la salud humanas. Tras una serie de fusiones y adquisiciones de gran repercusión mediática, la agroindustria es ahora un complejo industrial mundial operado por un puñado de grandes multinacionales que controlan la cadena alimentaria, desde las semillas, los piensos y los agroquímicos a la producción, transformación, comercialización y distribución. La supremacía y el poder de este complejo industrial son inmensos, lo que ayuda a comprender por qué la comida basura, altamente procesada, se está convirtiendo en la nueva alimentación básica del planeta. Una consecuencia directa es la suplantación en África y Asia de un antiquísimo sistema alimentario, mantenido por pequeños agricultores y granjeros, que desde tiempos inmemoriales ha proporcionado comida a millones de personas. A las autoridades municipales ahora les resulta más barato importar alimentos procesados que recoger productos frescos en terrenos cercanos. La industria alimentaria rechaza toda interferencia por parte de organismos de salud pública como la OMS, y no le falta poder para hacerlo. En un mundo sumido en un sinfín de incertidumbres, las consideraciones económicas, comerciales e industriales pueden dominar las agendas nacionales e internacionales y anular el interés superior de la salud pública. Pero ya se vislumbran algunos avances. En 2013 la Comisión del Codex Alimentarius estableció en sus directrices internacionales sobre etiquetado nutricional la obligatoriedad de indicar las cantidades totales de azúcares, sodio y grasas saturadas. En una de las recomendaciones más contundentes de la Comisión de la OMS para acabar con la obesidad infantil se hace un llamamiento a los gobiernos para que apliquen un impuesto eficaz a las bebidas azucaradas. La OMS recomienda que, para surtir efecto, el impuesto en cuestión debería incrementar el precio del producto en al menos un 20%. En su informe, la Comisión también insta a los gobiernos a que acepten su responsabilidad de proteger a los niños, incluida la responsabilidad de adoptar medidas al margen del impacto que estas puedan tener en los fabricantes de bebidas y alimentos malsanos. El argumento, tan a menudo esgrimido, de que los hábitos de vida son una cuestión de elección personal, no se aplica a los niños. La obesidad infantil es culpa de la sociedad no de los niños. El pasado año, la OMS publicó una serie de nuevas directrices sobre los azúcares libres en las que se recomienda que estos representen menos del 10% del total de calorías que se consumen al día, aunque se recomienda también mantenerlos por debajo del 5% del aporte calórico total si se quieren obtener beneficios adicionales para la salud. Estas directrices llevaron a Sudáfrica, con su epidemia de obesidad, y a Filipinas, donde el 97% de los niños de seis años tienen caries, a solicitar a la OMS orientación para elaborar una legislación adecuada para gravar las bebidas azucaradas. Estos países vienen a sumarse a algunas ciudades estadounidenses, como Berkeley y Filadelfia, que ya están aplicando impuestos a los refrescos gaseosos. El mes que viene, otras tres ciudades votarán si quieren implantar un impuesto de este tipo. Facilitar a los consumidores información útil y transparente también ayuda a mejorar las cosas. Quiero felicitar a las autoridades estadounidenses por sus esfuerzos por exigir que en su país las etiquetas de «información nutricional» indiquen no solo la cantidad total de azúcares, sino también el contenido de azúcares añadidos. Les deseo mucho éxito en su propósito de introducir estos cambios. Señoras y señores: Permítanme una última observación. Es primordial que al elaborar sus estrategias preventivas, las autoridades gubernamentales reconozcan que la elevada prevalencia de la obesidad y la diabetes en el conjunto de una población no se puede achacar a una falta de fuerza de voluntad individual para renunciar a las grasas y dulces o hacer más ejercicio. Antes bien, ha de atribuirse a una falta de voluntad política para plantar cara a una serie de poderosos agentes económicos, como las industrias de los alimentos y los refrescos. Si los gobiernos comprenden cuál es su deber, la lucha contra la obesidad y la diabetes no estará perdida. El interés público debe primar sobre los intereses de las empresas. Muchas gracias.

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