Como si fuera posible definir con precisión en su último suspiro la contracara de la tragedia que propinó a sus compatriotas, el ex general impulsor y protector de la más vasta matanza de argentinos en toda la historia —ejecutada por el Estado terrorista que montó en 1976 en alianza con el hijo dilecto de la gran burguesía agroexportadora José Alfredo Martínez de Hoz—, se despidió del mundo con una diana fecal en soledad. Videla, ese hombre ya escuálido, había concentrado las tendencias ideológicas y los procedimientos represivos más terribles del país que tiranizó por asalto y por sombría y carnicera delegación de los poderes fácticos: el derrengado patriciado agroganadero, la avaricia financiera del gran capital bancario nacio nal y extranjero, el alto y enano empresariado criollo, el beneplácito de la embajada de los Estados Unidos, la cúpula del clero católico que le había entregado una conexión directa con su dios iracundo para que matara sin consulta y sin culpa.
El final de Videla fue el de un peón. El del patrón Martínez de Hoz, condenado también, había ocurrido en su cama mullida y cálida en el elegante Edificio Kavanagh, apenas dos meses antes de aquel 17 de mayo de 2013, cuando los guardianes del penal de Marcos Paz lo encontraron. Habían realizado su recorrida habitual de cada mañana. A las ocho, uno de ellos entró a la celda de Videla y reportó que no había novedades. Quince minutos después, volvió a recorrer el lugar. Pero el reo ya no respondía al llamado. El guardián llamó con urgencia a un médico, quien luego de realizarle un electrocardiograma, confirmó su muerte. Un día antes lo habían revisado para controlar las dolencias que tenía: hipercolesterolemia, hipertensión, arritmia y cáncer de próstata, entre otras. Lo cierto es que a los 87 años, Videla murió en esa cárcel común, condenado por crímenes de lesa humanidad, preso en un penal donde jamás dejaba de asistir a las misas que oficiaba el cura condenado Christian von Wernich, que había sabido unir la espada y la cruz inquisitorial para bendecir las picanas contra el cuerpo de los detenidos, entre ellos embarazadas y adolescentes, en las catacumbas del régimen videlista. Para entonces, el dictador tenía tres condenas a cuestas, pero solo una estaba firme, y se encontraba aún procesado en otras nueve causas. La historia de sus juicios recorrió el tormentoso camino de la dialéctica entre política e impunidad. El irrefrenable camino de la memoria, la verdad y la justicia había atravesado tres décadas entre condenas, indultos y leyes del perdón.
La consigna “ni olvido ni perdón” instalada por la enorme lucha de los organismos humanitarios se había revelado no como una consigna transitoria ni una obsesión de venganza. ¿Cómo podría ser transitoria una tragedia? ¿Cómo podía ser venganza pedir justicia? Luego de la hecatombe dictatorial, la condición de la reconstrucción material de nuestro país debía ajustar cuentas con los planes, las ideas, los actos de quienes lo habían atormentado hasta desaparecer ciudadanos, robar sus bebés, encarcelarlos, torturarlos y asesinarlos. Supimos a lo largo de los años —como sostuvimos en la primera edición de este libro— que esos crímenes los habían realizado no por una presunta guerra santa contra el comunismo sino para modificar la estructura productiva y distributiva de la Argentina, es decir, lograr el reformateo de su matriz de distribución del ingreso: lograr una brutal transferencia de riqueza de los trabajadores a los más ricos. Ese fue el sentido primero y último de la matanza que encaró la dupla Videla-Martínez de Hoz.
En 2001, mientras miles de argentinos desocupados, desesperados, revolvían la basura para comer; mientras la política se sumergía en la mayor impotencia de la historia democrática, los responsables militares y civiles de haber llevado al país a su disolución gozaban del perdón oficial, de la impunidad de sus crímenes como continuación de aquel estado terrorista causal del abismo. La lucha del movimiento de derechos humanos, de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, de familiares de presos y desaparecidos, no se había detenido nunca. Era la política con sus vaivenes de miseria; era el menemato con su terrible continuidad neoliberal; era la persistencia en el error aliancista de esas políticas infaustas el dique que impedía el salto al futuro, el dique que impedía que el río de la historia encontrara el cauce que posibilitara que la inundación de miseria y pasado no nos ahogara. Porque precisamente a partir del bienio 2001-2003 quedó estampada de manera indeleble la convicción de que la reconstrucción del país no podría sostenerse sobre pactos espurios de impunidad ni el saqueo sistemático del Estado. Nació así la década gobernada por Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. La de la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, de los indultos y del imprescriptible crimen del robo de bebés. Y la posibilidad de avanzar sobre la definición de que aquel golpe de Estado de 1976 había ocurrido sobre el trípode militar-civil-eclesiástico para sostener la ciudadela del terror. Entonces ocurrió que a pesar de ser condenado a perpetua en 1985 e indultado en 1990, vuelto a detener en 1998 por el robo de bebés, el único delito que quedó fuera de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, Videla perdió el derecho a la prisión domiciliaria y fue llevado a Campo de Mayo hasta la primera mitad de 2012, cuando fue definitivamente trasladado al penal de Marcos Paz. En julio de 2012, el Tribunal Oral Federal Nº 6 porteño, presidido por la jueza María del Carmen Roqueta, lo había condenado a 50 años de prisión por el plan sistemático de robo de bebés. El tribunal dijo que “esos niños nacieron, que los vieron, que los escucharon, que estuvieron con la madre, que se los sacaron enseguida, o sea el niño nació vivo y el niño está”.
En el juicio Videla integró a los niños a lógica de la “guerra”: “Muchas parturientas usaron a sus hijos embrionarios como escudos humanos al ser combatientes”. Al momento de su muerte, Videla era juzgado por los crímenes del Plan Cóndor, o plan de coordinación represiva de los países del Cono Sur. Y hasta su muerte incubó impunidad. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) lo explicó así: “De los 106 casos que comprenden esta causa, 44 no podrán ser juzgados por ser Videla el único imputado”. Entre esos casos, estaban los de Brasil y unas diez víctimas de Bolivia y de Perú. Entre las causas elevadas a juicio estaba la llamada “causa Videla”: reunía más de 550 víctimas del I Cuerpo del Ejército. Otros juicios que quedaron pendientes fueron: el del Operativo Independencia, en Tucumán; y la causa por el asesinato del obispo Enrique Angelelli, en La Rioja. El nombre de Videla se repetía entre los procesados de una veintena de causas que se extienden desde Comodoro Rivadavia hasta Bahía Blanca, Mendoza, Rosario, Santiago del Estero, Córdoba, Tucumán y La Rioja. Todo el cuerpo torturado de un país durante el tiempo en el que gobernó.
En los últimos años de su vida Videla brindó algunas entrevistas, siempre preocupado por dejar una palabra que subvierta la historia: es decir, ver venganza en donde existió justicia. Dos de ellas se publicaron en la revista española Cambio 16, en febrero de 2012 y en marzo de 2013. Luego, aceptó que el periodista Ceferino Reato lo entrevistara en la cárcel durante 2011 y 2012. Los encuentros quedaron plasmados en el libro Disposición final, un eufemismo que los dictadores copiaron a los nazis para definir el régimen de desapariciones y asesinatos masivos de miles de argentinos. En esos reportajes, Videla repitió lo que ya había dicho en las entrevistas para este libro un lustro antes, en 1998. Admitió que había mandado asesinar a “7.000 u 8.000” personas; hizo corresponsable del golpe de Estado de 1976 a la dirigencia política y a la sociedad que lo padeció; elogió el silencio de la Iglesia argentina: “que fue prudente” porque “dijo lo que le correspondía decir sin que nos creara a nosotros problemas inesperados”. Manifestó su odio al gobierno de Néstor y Cristina Kirchner como el modelo político —al que apostrofó como marxista— por aplicar con rigor judicial el fin de la impunidad: “Aquí no hay justicia, sino venganza”, dijo. Y llamó, entonces, a una nueva gesta golpista: “(…) Quiero recordarle a cada uno de ellos, principalmente a los más jóvenes, que hoy promedian las edades de 58 a 68 años, que aún están en aptitud física de combatir, que en caso de continuar sosteniéndose este injusto encarcelamiento y denotación de los valores básicos, ameriten el deber de armarse nuevamente en defensa de las instituciones básicas de la República (…)”.
Videla seguía siendo el gran subversivo del orden democrático, tal como lo había hecho por asalto aquel 24 de marzo de 1976. La refutación de la idea del orden militar, de la violencia como dogma sangriento para conquistar impunidad estaba en su cabeza afiebrada por el odio a una justicia en tiempos democráticos que lo había encontrado culpable, sentencia ratificada por la historia, por la calle y por todos los estrados judiciales hasta la Corte Suprema de Justicia. Porque en el juzgamiento de los crímenes del terrorismo de Estado no hubo tribunales ni leyes especiales. No hubo venganza ni ritos salvajes a los que apeló Videla, otra vez, para subvertir el destino.
El periodista Horacio Verbitsky señaló: “Entre 2006 y septiembre de 2014, 503 personas fueron condenadas y 42 absueltas. Antes de llegar al debate oral, los jueces resolvieron la falta de mérito de 112 imputados y sobreseyeron a 54. Que el 30 por ciento de los imputados fuera sobreseído, absuelto o se le dictara falta de mérito, prueba la plena vigencia del derecho de defensa. Los responsables de estos delitos son discriminados, pero en su favor. Ni la edad avanzada ni los problemas reales de salud se pasan por alto a la hora de disponer el lugar de arresto o de cumplimiento de la pena. De hecho, uno de cada tres condenados se encuentra bajo el régimen de prisión domiciliaria, cosa que sólo ocurre con enfermos terminales entre quienes han cometido crímenes atroces pero no en el contexto del terrorismo de Estado. Muchos de quienes obtuvieron esa forma atenuada de arresto la violaron gracias a la falta de control o a la connivencia de quienes deben supervisarlos. De los 981 procesados por delitos de lesa humanidad, casi la misma cantidad están en prisión preventiva (467) y en libertad (454), pese a que buena cantidad de los acusados tienen la capacidad y los recursos económicos e institucionales para fugarse o entorpecer la investigación, como los 62 que se mantienen fugitivos, dos de ellos después de la condena. Es decir que el uso de la prisión preventiva no se explica por un ensañamiento con este grupo particular. Por el contrario, en el resto de la población blanco del sistema penal argentino casi no hay procesados por delitos graves en libertad, y entre los detenidos mucho más de la mitad no ha sido condenado”.
Videla fue fiel a sí mismo en su reivindicación y justificación de los crímenes cometidos. Fiel a sí mismo en considerarse un hombre “honesto y prudente”; un cruzado de una guerra santa, como “mensajero de Cristo pero también como soldado de Cristo”. Luego de cuarenta años del inicio de aquella tragedia que comandó, Videla siguió fiel a la muerte impiadosa que infligió. Los argentinos también fueron fieles —con marchas y retrocesos— a la lucha por la memoria, la verdad y la justicia, cuya columna vertebral son los organismos de derechos humanos y la decisión política del Estado expresada por el entonces presidente Kirchner cuando una tarde de marzo de 2003 en la ex ESMA pidió perdón a la sociedad por aquellos crímenes. Los argentinos fueron fieles a la construcción de una legislación nacional e internacional contra los delitos de lesa humanidad; fieles y orgullosos de levantar un monumento civilizatorio para nosotros y la humanidad como los verdaderos cimientos del Nunca Más que una y otra vez nos prometimos como único pacto posible para defender la vida y la libertad. Pero las presiones para el olvido y la impunidad no cejaron nunca. Intentaron asimilar la justicia a la venganza; intentaron equiparar los crímenes del Estado terrorista con la violencia de civiles guerrilleros; intentaron exculpar a quienes propiciaron la desaparición de cientos de obreros por convicción y lucro; intentaron volver la rueda atrás cada vez que la derecha política sumaba cuotas de poder. Nunca cejaron en intentar la impunidad no sólo de sus delitos económicos —vaciamiento de las arcas del Estado, endeudamientos masivos— sino de sus complicidades criminales. En prevención de la ofensiva sostenida por las corporaciones económicas y la resistencia de un sector del poder judicial para detener los juicios a civiles y militares pendientes, el gobierno de Cristina Kirchner promulgó el 31 de julio de 2015 la ley 27.156 sancionada por el Congreso, que prohíbe los indultos, amnistías o conmutación de penas para los delitos de genocidio, de lesa humanidad y crímenes de guerra, en consonancia con la legislación internacional. Una forma rotunda de afirmar que, en esto, siempre, la Argentina no debía estar aislada del mundo. La ley sostiene que “Las penas o procesos penales sobre los delitos de genocidio, de lesa humanidad y crímenes de guerra contemplados en los artículos 6°, 7º y 8° del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en los tratados internacionales de derechos humanos con jerarquía constitucional, no pueden ser objeto de amnistía, indulto o conmutación de pena, bajo sanción de nulidad absoluta e insanable del acto que lo disponga”.
Videla murió en mayo de 2013, pero la historia dirá si el huevo de la serpiente que empolló es un fantasma de recurrente vuelo sobre la democracia argentina. Un temor también recurrente, a partir de la irrupción de la restauración conservadora a fines de 2015, no ya por la promesa de violencia sobre los cuerpos, por lo menos inicialmente, sino por la gigantesca violencia simbólica y mediática que la precedió y la sucederá como promesa de su origen expoliador.
Los restos del dictador permanecieron seis días en la morgue judicial, luego fueron entregados a su familia, que recibió tres negativas de cementerio privados y una protesta popular en Mercedes, la ciudad natal de Videla, luego de que se conociera la intención que tenían de enterrarlo en el panteón en el que están sus antepasados. Finalmente recalaron en el Parque Memorial de Pilar. Fue un entierro veloz cubierto por una clandestinidad obligada. Sólo concurrieron su mujer y no más de diez personas de su entorno más cercano. Videla yace en una cripta con otro nombre: el de la familia de Florencio Alberto Olmos, a quien él había ungido mayor del Ejército en 1976. Comparte la muerte oculta con los restos del ex almirante Emilio Eduardo Massera y del ex brigadier Orlando Ramón Agosti; también con los de Martínez de Hoz, jefe económico del Estado terrorista que contó con el privilegio de una lápida con su nombre. La realidad se empeña en simetrías y anacronismos misteriosos. El destino del cadáver de Videla no fue exquisito: como parangón con los cuerpos de los argentinos que desapareció, tuvo una tumba sin su nombre. Rumbo a la nada, el dictador yace oculto de las furias póstumas. Pero el artilugio del perdón jamás lo alcanzará.
María Seoane y Vicente Muleiro
Buenos Aires, marzo de 2016
2 comentarios:
De lectura recomendable, muchas gracias por publicarlo!
¡¡¡Pero el papa pancho es argentino!!! Que importa que la iglesia haya sido cómplice.
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