Bernard Maris es un periodista francés que publico hace poco su "Carta abierta a los gurues económicos que nos toman por imbéciles". Aquí un adelanto:
Economistas y periodistas
Los medios vieron rápidamente el beneficio que podían obtener de que la «ciencia» económica fuera la única donde el debate es casi permanente, en el sentido de interminable y escolástico.¿Imaginan a físicos discutiendo incansablemente, día tras día, acerca de la caída de los cuerpos o la redondez de la tierra? En cambio, se ha visto a hombres de hábito disputar cuatro siglos acerca del sexo de los ángeles, la virginidad de María o la inmanencia. Y los medios atraparon al vuelo la oportunidad comercial de promover el liberalismo económico, que sólo es lamento permanente contra la falta de «eficacia», una queja vaga contra las «lentitudes», los «arcaísmos», la «falta de flexibilidad», un babeo de cretino contra el «impuesto », el «funcionario», el «enchufado», el «privilegiado », el que «estafa con la seguridad social o el sistema de salud» y otras tonterías a nivel de tertulia en el bar de la esquina.
Así, cuando Libération organiza un «pro o contra» con el título «¿Está la economía enferma de finanzas?», el liberal explica que la crisis proviene de la ausencia de liberalismo. Más allá de lo habitual del caso, es exactamente una posición estalinista: ¿por qué iban mal las cosas en Rusia, camaradas? ¡Porque no había bastante socialismo! En jerga liberal/económica: «¡Liberalícese!». Siempre se puede encontrar un obstáculo para el liberalismo. Una norma, una costumbre, un sindicato, un corporativismo, un privilegio. Pero lo contrario de una costumbre es también una costumbre. Así, el discurso de la economía, como el de los sueños, puede albergar el principio de no contradicción.
Pequeño ejercicio de fabricación de mentiras: Microsoft es un obstáculo para el liberalismo. Pero una barrera contra Microsoft es un obstáculo para el liberalismo, pues Microsoft impone más productividad a sus competidores. Alfin y al cabo, un monopolio sólo tiene el inconveniente de haber sido más astuto o eficaz que el resto. Una ayuda a Microsoft sería también un obstáculo para el liberalismo. Dicho esto, autorizar el ingreso de Microsoft en un mercado es también un obstáculo para el liberalismo. Aunque, dicho sea de paso, su ingreso sacudiría las pulga en un mercado soñoliento. Ahora bien, desmantelar Microsoft sería también un obstáculo para el liberalismo, pues el Estado no intervendría en beneficio del bien común sino a favor de lobbies que se oponen a Microsoft (en sus tiempos, Rockefeller cayó bajo la ley antitrust porque el lobby de los petroleros tejanos, aún más protegido que él, quería su pellejo). Por otra parte, no hay mejor paradigma de liberalismo que Bill Gates, que está convencido de que internet, dominada por Microsoft, es la expresión misma de la democracia. La ventaja del discurso de la «ciencia» económica es que se puede decir todo, exactamente como en un discurso estalinista donde la lucha de clases permitía explicar crecimiento, caída del crecimiento, inflación, deflación y edad de la hija del capitán. En el debate anterior, nuestro liberal proclama que el FMI es un factor de riesgo para la economía mundial, puesto que los actores se creen «asegurados», pero, diez líneas después, chilla que por supuesto se necesita una autoridad superior para que el sistema no explote. No hay una sola frase económica, repito, ni una sola, que no pueda ser trastocada. Se puede decir que aumentan las tasas de interés porque disminuye la masa monetaria, o todo lo contrario. Y reconozcamos que los economistas son hábiles para poner la realidad patas arriba, algunos con humor, como Milton Friedman o Jacques Attali, con una pequeña y simpática sonrisa de «me estoy burlando de ustedes».
Los diarios gozan con el principio de no contradicción. En Libération, cuatro destacados economistas se suceden cada lunes: uno que se jacta de diploma de la École Normale, otro del MIT, un tercero de un Think Tank de Ginebra,y el último, verdadero estajanovista del concepto, de saltar (él y sus acólitos) de un coloquio a una revista, pasando por todos los diarios de Francia y de Navarra (¿cuántos cuentan con su firma? ¿veinte, treinta?) y proponer unos cien artículos por semana. En general, el discurso de nuestros malabaristas es el siguiente: sería necesario un poco más de liberalismo, pero atención: algo de control no sería nefasto; de todas maneras, una mezcla de control y de liberalismo no estaría mal, aunque todo es bastante complicado.
Es emocionante ver cómo nuestros gurús cambian según el capricho de las fluctuaciones económicas, ciclos de opinión y mercado de la verborrea. Sila «opinión» cree en el liberalismo, sacan su insignia de «liberales». Si la desconfianza se instala, son desconfiados. Cual sardinas, se mueven a la derecha o a la izquierda y brillan todos juntos. El mismo que escribe un día que la reducción de impuestos a las empresas beneficia a los asalariados («crea empleos»), afirma al día siguiente que la ayuda fiscal, es decir, la reducción de impuestos, incita al despido. Sometidos a la implacable ley de la productividad (son indispensables el papel, las páginas, de lo contrario, ante el súbito silencio, el mundo implosionaría), proponen comida barata y precocinada de supermercado destinada al consumo de masas: salada al comienzo, azucarada al final, insulsa en el medio.
No se les puede acusar de ignorar la complejidad económica: sobre un tema tan difícil como la especulación, el divulgador económico dirá: «Debe volver la confianza», que es más o menos del mismo tenor que «lo verá el que sobreviva» o «mañana será otro día». Y sin embargo, en un coloquio recurrirá a treinta kilos de ecuaciones y a un quintal de bibliografía para llegar a una conclusión del tipo «la confianza debe volver, y, confíen en mí, es complicado». La diferencia es extrema: aquí confiesa su impotencia a un círculo cómplice de impotentes (nunca hay tanta connivencia y respeto del prójimo como en una asamblea de economistas profesionales; cada uno sabe que se divierte al decir, como en el cuento, «¡estás en cueros!», mientras los demás aúllan, justificadamente «¡y tú en calzoncillos!»), allí se proclama la autoridad experta ante un círculo de ignorantes, aterrados y apremiados por aceptarlo como «verdad». La respuesta que siempre se da a un economista es: «¡Oh, no entiendo nada de economía!». Así no se responde a un físico. Cualquier ser medianamente perspicaz puede comprender una teoría física. Por ello, las obras de divulgación física son apasionantes y tienen tanto éxito. Las de economía, salvo las polémicas o históricas, no tienen ningún interés, pues, precisamente, no exponen teoría, sino vagas afirmaciones pintarrajeadas de ecuaciones alrededor del sempiterno «es la ley de la oferta y la demanda ». Si escuchas a un filósofo, a un psicólogo o a un teólogo, no dirás: «¡Oh, no entiendo nada!». Escucharás y, en general, comprenderás. Y a menudo quedarás maravillado. Hay que plegarse ante el humor que destila Le Monde, que recurría a expertos del Crédit Lyonnais para explicar (título de la nota) «La mecánica de la economía». Se trata de expertos con un pesado pasivo de competencias. Sin importarles, por ejemplo, los veintidós mil millones de deuda incobrable que tenían en Corea y los dos mil millones que acababan de perder sobre obligaciones en Rusia, los expertos se atrevían a pontificar y lanzar advertencias. En consecuencia, los mercados esperaban, los mercados realizaban su inventario, su análisis y otras bagatelas enhebradas por ignorantes del mercado que le quitan a uno las ganas de reír. Pero en este fárrago experto había algunas confesiones asombrosas. Como una, acerca de la retórica estadística: «Por desgracia, esas cifras sobre el endeudamiento y sobre todo su contenido, cambian según el juicio que merezcan quienes las enuncian». Esa frase, de la cual sus autores ignoran el alcance metafísico, merece sin duda una reflexión. El valor de una cifra, el contenido de una cifra, lo que una cifra quiere decir, depende de la opinión que se tenga sobre el que la produce. Difícilmente se puede encontrar un mejor ejemplo de conocimiento autorreferencial, rizado sobre sí mismo, mordiéndose la cola si se prefiere.
En castellano: si soy experto, quiero una cifra para que diga aquello que, previamente, he querido que diga. Afortunadamente, los estadísticos comienzan a plantearse preguntas: «Estadística sin conciencia sólo es ruina» es el título de uno de sus últimos coloquios. Un auténtica reflexión de sabio. Los expertos no tienen este tipo de sentimientos. Utilizan las cifras, como otros la ciencia, con fines criminales. En cualquier caso, no tienen tiempo: están en «tiempo real». Pero entonces, si se acepta la conducta de expertos y economistas que abusan de su autoridad, ¿cómo no podemos perdonar que los periodistas digan cualquier cosa? Bajo el titular de primera página «La dura y justa ley de los mercados financieros», un periodista se esforzaba por demostrar que los mercados no son ciegos, egoístas,gregarios, irracionales, destructores, peligrosos, antidemocráticos y tiránicos. Pues se los «acusa en bloque por haber puesto fin a la milagrosa expansión de los países asiáticos, sumergido a Rusia en el caos, amenazado el crecimiento de América Latina, modelo de virtud económica». ¿Cuál es el argumento? Nuestro hombre quería demostrar que la sanción financiera sólo es una constatación de la mala salud económica. La prueba, una referencia al inevitable Artus: «Como observa Patrick Artus, la mayoría de los países asiáticos sufría desequilibrios o desórdenes diversos que hacían inevitable la crisis financiera». Este tipo de aserto es lo mismo que decir que «los países están en crisis porque están en crisis». Dejemos de lado las justificaciones liberales que tal idea implica («si el FMI no hubiera intervenido en Rusia, los especuladores no habrían especulado tanto») y volvamos al viejo sofisma: las finanzas funcionan mal porque está funcionando mal la economía. A eso se reducían las diez páginas del artículo.
Keynes se pasó la vida cerrando esa puerta abierta que batallón tras batallón de liberales derribaban. A Artus se le puede acusar de todo, pero no de ignorar la teoría monetaria y financiera, que ha pulverizado hace tiempo la vieja separación entre lo «real» y lo «monetario». Aglietta y Orléan, en dos magníficas obras,4 miles de economistas más tarde que Keynes, y Patinkin, y el mismo Friedman, se plantearon la cuestión de las relaciones entre lo «real» y lo «monetario». El periodista tiene autoridad sobre el político, que debe curvar la espalda ante su presencia (si quiere aparecer por televisión), pero sobre quien tiene una gran autoridad es sobre el economista, que debería contentarse con afirmar: «¡Si hay crisis, hombre, es que hay crisis, caramba!».Entonces, una vez más, queridos periodistas, distinguidos sabelotodos, que saben perfectamente que la mayoría de los asuntos económicos merecen apenas diez páginas de reflexión y que la mayor parte terminará en incertidumbre, ¿por qué aceptan que se den eslóganes a la opinión pública? ¿Quiénes son ustedes? ¡Publicistas «¡nuestras compras son nuestros empleos!», fórmula de Jacques Séguéla* para aludir a la teoría keynesiana del relanzamiento—, muñecos de paja, militantes políticos, corredores de primas, buscadores de trabajos precarios, payasos despechados porque los colegas meteorólogos tienen más audiencia, ayudantes de periodistas, empleados de grandes empresas! ¿Para quién trabajan antes de recoger algunas migas del festín, ustedes, pedantes que escupen textos que «teorizan» sobre las relaciones de lo real y lo monetario en vez de contentarse con entrevistar al cantante pop de moda? Los periodistas, en el fondo, desprecian a los expertos. Tras la crisis de octubre de 1998, los medios la emprendieron alegremente contra los que, como siempre, nada vieron venir. Le Canard enchaîné publicó una antología de previsiones hilarantes hechas en posición de obediencia. Muy honestamente, La Tribune reconocía que «la evolución del barómetro es más bien cruel para la comunidad de analistas y empresarios», que «el estado deplorablede las economías asiáticas, principalmente de la japonesa, el papel desestabilizador de Rusia y el temor de que zozobre América Latina han provocado que en un trimestre las previsiones giren 180o». Es verdad que «la inmensa mayoría de los entrevistados confía en Alan Greenspan».Nada sorprendente: es típico de tropas en pleno desorden,de gurús, de sacerdotes, y más en general, de la gente crédula e irracional: necesitan un guía. Sin embargo, se preguntaba no sin malicia, «queda por saber si la perspicacia de los expertos interrogados volverá a fallar en el futuro». ¡Ah, ah, that is the question! Esta gente que siempre se equivoca, lo sabemos por experiencia, ¿va a equivocarse de nuevo? ¡Pues claro que no! «Los profesionales apuestan por la recuperación bursátil.» ¿Por qué otra cosa podrían apostar? ¿Por una crisis? ¿Acaso los sacerdotes apuestan a que el paraíso no existe? ¿Apostarían por un naufragio los pasajeros dispuestos a embarcarse en un crucero? ¿Confiarían los ahorradores su dinero a quien pronosticara que la Bolsa va a caer? Y, sin embargo, si se observaba con más atención la famosa encuesta, se comprobaba, como siempre, que los «expertos» viven en la luna. El cuarenta por ciento creía que quizás las cosas se iban a arreglar, el trece por ciento que ciertamente no, y el resto no sabía. Uno creía en un euro fuerte, otro en un dólar débil, un tercero en un contextomás bien favorable y uno más en un contexto más biendesfavorable. Todos estaban de acuerdo en que «mañana será otro día». Marianne,* enfurecido, profería diatribas contra «los expertos eméritos, especialistas subvencionados, omnipresentes en los medios de los que forman parte, que se protegen al amparo de tecnicismos para aplastar mejor al buen pueblo con un discurso cargado de arrogancia. (…) Esta ceguera doctrinaria, que protegía y sigue protegiendo una muralla de certidumbres de cemento, constituirá sin duda, en el futuro, un caso de estudio para uso de estudiantes ». Brrr… Marianne agregaba: «Todo era previsible y nada previeron». No es así: nada era previsible y «los árboles no suben hasta el cielo», como repetimos con Allais y el proverbio bursátil.
El día en que se conozca la fecha de los umbrales, de la inversión de tendencias, de las rupturas, de las bifurcaciones o de la vuelta atrás de la Historia, se conocerá también el próximo número ganador de la lotería. La fortuna de los gurús de las finanzas o bien proviene de la suerte (pero entonces se hunde tarde o temprano en sentido contrario, el famoso «tarde o temprano» de la previsión bursátil), o bien, con mayor frecuencia, de la conducta de los financieros avezados, que poseen información privilegiada y gobiernan los mercados mediante los rumores que ellos mismos difunden. Saber antes que los demás salvará a los náufragos del Titanic que por fin decidan saltar a los botes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario