No sabemos como andará el peronismo de Sasturain (han pasado 22 años nada menos) pero reproducimos el poema y su maravillosa introducción de la que desconocemos el autor gracias al rescate de la gente de Croqueta Digital.
EL GENERAL PERON VA EN COCHE Y VIVE
por Juan Sasturain
"¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?", piensa el Facundo que evoca Jorge Luis Borges en "El General Quiroga va en coche al muere" (en 1925). Hace varios años –en 1982– a Juan Sasturain se le ocurrió jugar con ese título ilustre para dedicarle a Juan Perón una elegía cuyos sabores y fraseos remontan no ya a Borges, sino tal vez a un Maiacovsky con el corazón atontado por la muerte de aquel político soviético de mirar caucásico y poco amor por la poesía. (Lenín muere más o menos en la misma época en que Borges escribe sobre Quiroga.) Pero es como si este poema del actual Secretario de Redacción de "Fierro", tuviese algo del mirar melancólico del Corto Maltés viendo pasar un cortejo, un Corto Maltés al que Pratt denominó extrañamente como "el hombre del destino".
Por esta vez, por esta única vez, el conductor ya no conduce nada.
Lo llevan –un espléndido cadáver de hombre grande–
y está tan bien muerto en su cajón final que no se entiende
por qué no agarra él mismo las o sus manijas,
se lleva y trae como siempre, como entonces o como
cualquier otro adverbio de tiempo perdido.
Pero acá no hemos venido a hacer dormir a nadie –decía León Felipe–
y el verso funebrero es cosa de hombres pelados que leen un papelito
rodeados de sobretodos y una mujer que estruja –siempre estruja–
o lagrimea mientras el resto tose, escupe, cabecea, se da vuelta.
Tampoco estamos frente a este hombre desocupado,
olvidado de todo menos de su propio peso muerto
para despertar a los ciegos, abrirle los ojos a los sordos
hacer caminar los uniformes en el sentido de la historia
o cualquier otra empresa estúpida o sentimental.
No. Hablamos para decir que está vivo.
Usamos de la palabra –así se dice– para nombrar un vivo cadáver,
el que fuera en vida y en cadena Excelentísimo Señor Presidente
de
Juan Perón para el pueblo o mejor PERON a secas
como siempre dijeron sin mentir sus curtidos documentos:
la más hermosa música que se llevó de la plaza,
las elocuentes paredes con ve corta.
Este poema de cuerpo presente habla sin voz del que nosotros
llamábamos el Viejo, el General y que ahora es Nadie,
un agujero incómodo en medio del pecho o de las tetas
de una república con espinas en el campo y un cielo sin estrellas.
Eso es: un agujero en la media de
por el que no sale el sol de Tuñón ni alumbran más
las estrellas del versito.
El General es una piedra caliente entre las manos,
el innombrable, el loco, un pariente peligroso.
Es el clásico viejito de una mala película argentina
que supo dejar todo a un único y múltiple heredero
que anda perdido por ahí o desmemoriado
por un falso Migré que le escribe los libretos.
Mientras tanto, en los pasillos, sobrinos con su apellido político
no saben qué hacer con una pilcha que les queda grande,
les va ancha de hombros, no pueden llenarla por abajo
se deforma de tanto tironeo... Y no.
No, sobrinitos. No es cuestión de tantas unidades
más o menos básicas. Hay que agarrar las banderas
y no las manijas, compañeros.
Y explico algunas cosas –dijo Neruda– o explico un poco más.
Cuando un pueblo y un hombre que se han amado se separan
–Molina habla de una mujer, un hombre y "esa cobra de oro, el orgullo"–
nada de lo que ha quedado tirado por el alma o el piso,
flores, puteadas tristes, vasitos de un oportuno cafetero,
sirven para cerrar una herida de labios definitivos.
Las cosas que tienen labios –la boca, un sexo de mujer, esta herida–
nos llaman como un náufrago o como una isla
para la que el náufrago somos nosotros.
Una herida es una boca contra natura, una sed innecesaria,
el desencuentro que puede ser la muerte, el desamor o los milicos.
Cuando un hombre y un pueblo que se han necesitado se separan
fluye la sangre, hay un crujir de parto o
de muerte, de cordoncito arrancado.
El pueblo cae en la historia como a un estanque o mar,
coletea, busca orillas, se esconde de todo bicho dientudo,
chapotea en el error o una verdad que inaugura
y no le sirven las fotos y recortes, su color nostálgico de ojos.
Cuando un pueblo y un hombre que se han amado se separan
sólo lo que queda tirado por la historia
como miguitas de un festejo compartido
puede calentar a la memoria. Sólo una marcha que vuelve
como una ronda antigua que habla de puentes de Avignon o Avellaneda
nos despierta la garganta.
Para arrimar los labios de una herida, la fractura de la historia,
las piernas de una dama –la patria emputecida, tal vez–
hay que juntarse primero. O sea: los pedazos personales
y después los demás que sumamos hasta ser nosotros.
Para arrimar los labios de la herida, el desgarrón,
el hueco que dejan los viejos como el Viejo dejador.
Pero volvamos: por esta vez, por esta única vez, el conductor
ya no conduce nada. Nadie maneja.
La historia –la patria– tira hacia un lado, hacia otro,
mañerea como una yegua que no entiende de buenos pastos,
de domas suaves o de comunidades organizadas.
Una yegua, eso es. Y coquetea con sus verdugos:
Le pone el anca al coronel, lame
la mano del banquero,
suele trotar por unos años mal montada y soportar
que algún inglés le haga sangrar las ingles,
que otro le diga obscenidades o la maltrate con sinceramientos,
que nadie la enlace con la firme ternura del Viejo, el Domador.
Ah, Celedonio Barral... –¿eh, Leopoldo?– el que sabía
domar un potro y hasta una patria tal vez
como quien sabe templar una guitarra.
Porque domar una patria es como templar una guitarra.
Y el que sabía apaciguar las llamas, explicarle al fuego
el agua necesaria o persuadir al verdugo con la bordona en guerra
y la prima vibrando en paz; ése, no está.
Ese que leía entre líneas a la multitud y se paraba
frente al oleaje de la plaza y lo abría y lo cerraba
como al Mar Rojo, y el mar lo salpicaba, lo chamuscaban las llamas...
Digo, cuando hablaba el conductor. Pero ya no conduce nada.
El año dos mil encontrará al general desperdigado pero libre.
Repartido su nombre, como sus huesos sonoros en un cajón olvidado
por el que ruedan como sordos ruidos de cárceles y de aceros.
Libre en las paredes rodará el conductor, libre de cárceles
rodará el pueblo en general, el pueblo del general,
ése que ahora, así de muerto, va en coche y vive
sin Borges que lo cante ni estatuas con su nombre.
En la mañana de diciembre,
lentamente en un codo, oye ruido en la calle y va a salir.
Es el coche del General que pasa.
1 comentario:
La mierda que me hiciste llorar! VIVA PERÓN CARAJO!
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