Otro texto de Jorge Abelardo Ramos. Esta vez sobre las mujeres
"Había llegado de La Banda, o de San José de la Dormida o de Goya o
Reconquista, de Aimogasta o quizá de Pomán.
Había cebado mate a los paisanos
pelambrudos alzados contra Buenos Aires en el Arroyo de la China, con las fuerzas
artiguistas.
Derramó lágrimas e hijos a lo largo de la infortunada patria la infatigable
soldadera, después de aquella revolución con el sol inca y los oficiales blancos.
Padeció la cautividad con Catriel o Pincén, acompañó como cocinera a los
involuntarios soldados del Paraguay, madre con muchos padres, obligada sombra
en las Campañas del Desierto, protagonista anónima de los entreveros en la guerra
civil (y nunca entraba en las listas), arrastrada a los burdeles de Palermo, traída y
llevada por el zig-zag del destino, tejedora en Catamarca, industriosa obrera en
Tucumán, excluida de las sabias estadísticas por sus «uniones irregulares».
Era la
sustancia misma de la tierra dolorosa. Finalmente, cuando parecía que toda
turbulencia se había aquietado en esa cosa extraña llamada Argentina, había
quedado olvidada en las provincias.
Pero estas habían sido reducidas a la pobreza
y no podían sostenerla.
De ahí había venido vestida de negro riguroso (pues su
madre le había entregado el único vestido decente de la familia, el lujo de todas,
ya que siempre había algún muerto y no podía faltar el negro). Calzaba alpargatas
al llegar a la Capital y en su mano apretaba un monedero de hule. Su cara estaba
lavada con jabón amarillo y las crenchas peinadas hacia abajo, marcando el pómulo
reminiscente. Enseguida se conchababa «con cama adentro». Y el patrón dominaba
su vida por completo. Fregaba, cocinaba, lavaba los platos, cosía, lavaba y
planchaba, colocaba y descolocaba las cortinas, limpiaba los caireles uno por
uno, mientras el hijo varón de la patrona la miraba golosamente desde abajo.
Si
no le hacían un hijo (que, en ese caso, era enviado enseguida a su pueblo para que
lo criara la madre) al llegar el domingo, después del mediodía, la patrona –ese gran ojo que la miraba sin cesar– le decía: «Andate a dar una vuelta y volvé antes
de las ocho para hacer la cena».
Tomaba el tranvía y llegaba a Plaza Italia, frente
a los leones y bajo el sol. Allí apretaba la mano áspera de un conscripto de los
cuarteles, sentada en un banco. Ambos soñaban con la provincia, las cabras, el
cielo, los amigos y la música lejana.
Pero llegó la guerra y con ella el desarrollo de
la industria. Las fábricas se erigían por todas partes. Nuevas industrias reclamaban
mano de obra, en particular de mujeres. Ella oyó hablar vagamente del tema.
Finalmente, una compañera de plaza la invitó a entrar a su fábrica.
Así, la sirvienta
se transformó en obrera. Cambió servidumbre personal por la explotación
impersonal del capitalista. Esto se dice fácil, pero era menester vivirlo. ¡Y los
marxistas! ¡Qué decepción! Pues resultaba que pasar de la servidumbre y
humillación personal a la «explotación capitalista», constituía para ella un salto a la
libertad.
Era una doble emancipación. La primera, era sacarse de encima a la
patroncita –oligarca, mujer de médico, esposa de un bancario o empleado público,
cónyuge de un comerciante, si la sirvienta era lo más barato que había en la
Argentina–. Y, en segundo lugar, ganar más dinero con menos tiempo de trabajo.
De este modo, ella vendía 8 horas a la fábrica. Después era completamente libre
para apoderarse de aquella hermosa ciudad hostil.
La primera quincena envió un giro a su madre. La segunda, adquirió un par
de zapatos con tacos y su cuerpo cambió. A la siguiente, compró en las cadenas
de tiendas Etam un delicado vestido arrancado de un modelo de Vogue, con tela
de imitación francesa, fabricada por la nueva burguesía judía de Villa Lynch, que
dejaba de ser importadora para transformarse en productora.
Una maravillosa,
indescriptible transformación se operaba en la ex sirvienta. Con dos o tres quincenas
más se compró una cartera, artilugios de maquillaje, alguna biyutería.
Entonces
asestó un toque final a la transformación milagrosa. En todos los barrios habían
aparecido «salones de bellezas». Nuevas «cosmetólogas» brotadas de la nada la
atendieron durante unas horas, le dieron consejos y la lanzaron a la calle transformada
en platinada.
Aquella muchacha aindiada era hermosa, tenía rulos, tacos altos
(había cambiado de estatura) y nadie hubiera imaginado jamás que al pasear por
Santa Fe, Callao o Corrientes, la ex sirvienta era menos bella que las chicas de la
clase media o la oligarquía.
Al mismo tiempo, entraba en crisis la oferta del servicio
doméstico.
Aparecía el Estatuto del Servicio Doméstico, con derecho a siesta.
¡Cuántos izquierdistas aprendieron a odiar al peronismo en la mesa familiar de
boca de su madre, antes de buscar en venerables textos las razones para rechazarlo
en nombre de la Ciencia!
Cuando ellas, las mujeres excluidas del Interior llegaron a Buenos Aires, no
sólo desempeñarían un papel político y social decisivo en la historia argentina, sino que los sociólogos hubieran podido decir, sin incurrir en error, que el número
de mujeres rubias había aumentado en la Capital.
Cuantas más chinitas llegaban,
más rubias aparecían. ¿Qué científico entendería al peronismo sin las mujeres de
negro que llegaron a ser rubias? Eva les tocó el corazón y ellas fueron su fuerza,
energía poderosa que había atravesado muchas generaciones en silencio y ahora
hablaba a gritos.
La quisieron hacer Vicepresidente en 1951. Pero ya estaba muy enferma.
Desfalleciente, renunció a la candidatura en un gran acto del 22 de agosto: era el
«Cabildo Abierto del Justicialismo».
Había malestar en el Ejército por el proyecto
de elevar a Evita al segundo lugar en la fórmula.
El 31 de agosto Eva renunció
formalmente por radio a la candidatura. Su salud declinó rápidamente. Murió el
26 de julio de 1952.
La adulonería en su torno, que había llegado a constituirse en
un opresivo flagelo nacional, inventó la fórmula: «Entró en la inmortalidad». Y esta
vez tenían razón. Eva Duarte ya no habría de morir en tanto el segundo sexo
tuviese memoria de su dolor y claridad de su destino.